El dilema sobre cuál será el contenido del primer discurso de apertura de sesiones ordinarias ante la Asamblea Legislativa no es exclusivo de Mauricio Macri. Los meses que separan la asunción presidencial de la apertura de sesiones suelen servir para que quien accedió al poder haga una suerte de auditoría del Estado y pueda exponer ante el Congreso con precisión –y quejarse de– la «pesada herencia» recibida de la anterior administración, además de mostrar las cartas de lo que será su primer año de gestión.
El 1º de mayo de 1984 –antes de la reforma de 1994, el período de sesiones ordinarias se extendía de mayo a septiembre–, cuando Raúl Alfonsín acudió al Congreso para hablar ante la Asamblea Legislativa llevaba ya seis meses a cargo del Ejecutivo. Durante cerca de 50 minutos, entre llamados al diálogo y pedidos de responsabilidad a la oposición, Alfonsín expuso su diagnóstico de la situación en que había encontrado el Estado, haciendo foco en la arrasada institucionalidad y la igualmente devastada economía que había dejado la dictadura.
Dueño de una oratoria nunca más vista entre los inquilinos de Olivos que lo sucedieron, Alfonsín hizo un llamado a la reconciliación, con citas a Santo Tomás y un pedido de «iluminar las acciones con la bondad»: «La reconciliación que proponemos, que debe ser una reconciliación profunda, no puede sino basarse en la verdad: sin engaños, sin recursos tácticos, sin verdades a medias, con una sinceridad absoluta de corazón, podremos encontrarnos los argentinos. La grave crisis que estamos viviendo exige el sacrificio de renunciar a ventajas ocasionales y aceptar una búsqueda común de la verdad. No solamente son insinceros quienes usan del oportunismo o de los fingimientos, sino quienes formulan exigencias que en su fuero interno saben de cumplimiento imposible. La justicia exige verdadera honestidad y verdadero interés por nuestros contemporáneos».
Cuando Carlos Menem habló ante el Congreso el 1º de mayo de 1990, llevaba ya casi 300 días al mando del Ejecutivo por la salida anticipada de su predecesor, el 8 de julio de 1989. Durante poco más de una hora, Menem dio poco espacio a la herencia recibida, reconoció los esfuerzos de los primeros meses y expuso el que sería su plan de reforma del Estado y privatizaciones, que incluía «mejores reglas de competencia, una optimización de los gastos públicos en materia social y educativa, la modernización de la legislación laboral, y todo lo que haga a una profunda transformación del Estado y la Nación». «Mi gobierno se desentiende de las fronteras ideológicas, porque las únicas fronteras que nos interesa conquistar son las fronteras del progreso, el desarrollo, la expansión comercial, el intercambio cultural, la libre determinación de los pueblos, la no injerencia en sus asuntos internos y la paz universal», decía el mandatario y llamaba a «realizar un formidable esfuerzo de apertura mental, para comprender con exactitud lo que ocurre en un mundo que está reformulando sus límites y diseñando un mapa diferente», dejando de lado «ideologismos estáticos y obcecados».
Tras una década de menemismo –reforma de la Constitución mediante–, Fernando De la Rúatuvo cerca de tres meses para «auditar» el Estado entre su asunción, el 10 de diciembre de 1999, y el discurso de apertura de sesiones, el 1º de marzo de 2000. Si bien esta situación debería ser la regla atendiendo a los tiempos constitucionales, por la crisis desatada en 2001 no se repetiría sino hasta 2008.
El de De la Rúa fue un discurso breve, en el que volvió a llamar a una transformación del Estado porque, según sus palabras «este que tenemos ahora no sirve para nada»: «No exagero. Es chico; no tiene nada más que vender. Sin embargo, tiene una deuda que amenaza a todo el sistema y asfixia al sector privado». Plagado de slogans y frases hechas –»¡Pobre pueblo y pobre gente!» o «¡Maldita cocaína!»–, tuvo pocos anuncios concretos y muchas apreciaciones generales, que pretendía justificar el ajuste que por esos días llevaba a cabo. «A nadie le gusta aumentar los impuestos. A nadie le gusta administrar la escasez. Pero yo no estoy aquí para hacer las cosas que me gustan, sino las necesarias. Y lo que el país necesita, repito, es eliminar su déficit para tener libre el camino del progreso y del crecimiento», explicaba.
Eduardo Duhalde llevaba dos meses en el gobierno cuando le tocó inaugurar el 120º período de sesiones ordinarias del Congreso, el 1º de marzo de 2002, en medio de la crisis política y económica desatada por la salida de De la Rúa, la declaración del default y la posterior devaluación. Duhalde habló, durante unos 40 minutos y con 130 legisladores ausentes, ante diputados y senadores que habían permanecido en el Congreso prácticamente acuartelados hasta la madrugada de ese día, en la última sesión extraordinaria, discutiendo una ley de presupuesto.
Eran días de agitación, en los que el entonces presidente intentó llevar sosiego con un discurso en el que hubo contemplaciones para todos los sectores: gobernadores, empresarios, acreedores, organizaciones sociales y opositores. «En estos momentos, el Estado no tiene posibilidades materiales de dar respuesta a todos los reclamos sectoriales al mismo tiempo«, decía, pero prometía «fijar un orden de prioridades para que los costos de la crisis no vuelvan a recaer sobre los sectores más vulnerables».
Por el adelantamiento de las elecciones de 2003 –tras el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en la masacre de Avellaneda–, Néstor Kirchner llevaba más de 10 meses al mando del Ejecutivo cuando inauguró, el 1º de marzo de 2004, el 122º período de sesiones ante la Asamblea Legislativa. Con las negociaciones por salir del default como fondo, la economía fue excluyente. «No somos el gobierno del default. No queremos repetir los viejos errores ni eludir la responsabilidad histórica. No queremos persistir en el default, pero la más fría racionalidad indica que las recetas del pasado no pueden aplicarse», decía.
El discurso, leído con el tono monocorde que caracterizaba a Kirchner, tuvo en la arenga final su momento más enfático: «Seguro que en los esfuerzos por volver a construir la identidad nacional, en los esfuerzos por consolidar la pluralidad y el consenso, en los esfuerzos de sentir orgullo de defender nuestras cosas, vamos a tener el agravio cotidiano, diario de aquellos que nos acusan de ser irracionales porque decimos que tenemos que priorizar nuestra deuda interna; por aquellos que nos acusan de ser irracionales, verborrágicos y que sobreactuamos, por decir que con absoluta buena fe vamos a pagar lo que podemos pagar y no comprometernos a aquello que no podemos pagar. Pero cada vez que paguemos debemos tener en cuenta que hay millones de argentinos que están sufriendo el hambre y la exclusión porque hubo una dirigencia y organismos internacionales totalmente inflexibles a las realidades de nuestros hermanos».
El 1º de marzo de 2008, al inaugurar el 126º período de sesiones ordinarias, Cristina Kirchnerllevaba la misma cantidad de tiempo en la presidencia que la que lleva Mauricio Macri; sin embargo, para la entonces presidente no había posibilidad de remitir a pesadas herencias sin que los ojos se posaran sobre su marido. Kirchner estuvo discreta en la cantidad de tiempo en que habló: apenas una hora y cuarto, lejos de las casi seis horas de verborragia a las que fueron sometidos los legisladores en 2015.
Casi como un presagio de lo que vendría, la Presidenta cargó contra las fuerzas de seguridad, la Justicia, la banca privada y el empresariado y llamó a un «acuerdo del bicentenario» que rápidamente quedaría archivado cuando estallara el conflicto con el campo. «Los argentinos tenemos que reflexionar sobre esos 200 últimos años que hemos vivido, algunos a través de la historia, otros hemos vivido una parte del siglo pasado y hemos sido protagonistas como militantes o en algún lugar de cosas muy terribles que nos sucedieron a todos los argentinos», decía al concluir. Si bien decía que «todos hemos hecho un duro aprendizaje de los errores y una clara asimilación de los aciertos«, Kirchner sólo se refirió a los logros de la gestión de su marido y no habló sobre la inflación ni sobre la avanzada sobre el Indec, dos problemáticas incipientes por esos días y aún vigentes por estos.